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Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

martes, 26 de mayo de 2009

El fuego y la espera

Al Dios bíblico le gustan las metáforas. Nos habla a través de ellas. Todo es un “como si”, “como de”, igual que cuando se intenta explicar un sueño, una visión, un amor de esos que hacen daño, queman, como-si de fuego purificador se tratase. Alguien escucha y algo comprende. Alguien lo escribe. Alguien lo lee. Alguien corrige. La Biblia es una sucesión de capas de significados, de diversos grados de espesor, que se han ido sedimentando en el texto hasta llegar a nosotros. Comprender sus metáforas es complicado, más de lo que parece, probablemente porque algunas de ellas nos llegan desde un tiempo remoto, desde un lugar desconocido en el que las gentes hablaban otro idioma y llevaban dentro de su cráneo otro tipo de mente. Aun así se puede encontrar conexión, un sentir en común, que puede servir para diversos fines. Entre ellos el viaje. Leer un libro es desplazarse, alterar la propia identidad y el mundo que a uno le rodea. Todo un consuelo.

Jeremías recibe la llamada de Yahvé a los 12 años, una edad en la que todo parece sueño. Al contrario que otros profetas, como Isaías o Ezequiel, no llega a vislumbrar el trono divino, el manto, el velo, ni siquiera los querubines. Llegan a él dos visiones sucesivas que le son interpretadas por el propio Yahvé. Esta es la primera de ellas:

La palabra de Yahvé vino a mí diciendo: ¿qué ves, Jeremías? Y dije: veo una vara de almendro. Y me dijo Yahvé: Bien has visto; porque yo velaré sobre mi palabra para que se cumpla” (Jer 1, 11-12)

Los problemas de traducción son inevitables. “Yo velaré sobre mi palabra” ha sido también visto como “yo vigilaré”, “yo miraré por”, “yo miraré hacia”… La metáfora parece radicalmente sencilla a primera lectura. Sin embargo, todo depende de quién sea el lector. Personalmente siempre pensé en la vara de almendro como instrumento de castigo. Las cortábamos aún verdes en la orilla del río y jugábamos a golpearnos con ellas. Son perfectas para hacer daño, para quemar sin dejar marca. Haciéndola caer rápido provoca un escozor intenso, una quemazón que se extiende por debajo de la piel. Es ya legendario su uso en las escuelas de hace un tiempo. Los curas corregían a los alumnos, ahogaban sus tentaciones con múltiples varazos sobre las manos. Un escozor sustituía a otro.

Los primeros rabinos vieron en el almendro el símbolo de la autoridad divina, el Cetro. Podría ser un almendro el árbol de Jesé, con sus doce ramas como doce tribus de Israel, con la promesa de que un Mesías brotaría de su tocón. En Números 17,16-27 Aarón ve como nacen de su vara los brotes del almendro, significando que Dios le respalda, está con él y no con sus rivales. El almendro es saqed en hebreo, “el que vigila”, “el centinela”. En Génesis 30 Jacob utiliza una serie de varas mágicas para enriquecerse, entre ellas una de almendro.

Pero la metáfora no está completa. No nos llena. Lo crucial aquí es saber que el almendro florece pronto, muy pronto. En febrero es posible ver almendros en flor, si los respetan las heladas. Y en las tierras bíblicas llega a florecer en enero, tal y como nos informa Plinio. El almendro llega antes que ninguna otra flor y vela por la primavera, vigila, mira por ella, hacia ella, esperándola. Es posible encontrar traducciones que lo dejan más claro todavía:

Y me dijo Yahvé: Bien has visto; porque yo apresuro mi palabra para ponerla por obra”.

Es más fácil comprenderlo así aunque una gran parte del significado desaparece. No es prisa lo del almendro. No parece que deba Dios apresurarse por nada. ¿Qué sentido tiene la prisa en un ser omnisciente, creador del universo, o en un vegetal prácticamente inmortal? No, lo del almendro es símbolo, es anuncio de llegada, promesa. Cuando uno se encuentra con un almendro en flor en pleno febrero, con el termómetro rozando los cero grados, se puede sentir admiración por lo insólito de las flores en un entorno invernal, profunda pena por la posibilidad de que una helada lo aniquile, sorpresa al ver un árbol tan suicida, tan prematuro. Desde lejos pueden parecer árboles cubiertos de nieve. En realidad son flores frágiles que se convierten el polvo si las atrapamos en la mano.

Hasta que llegue la primavera, si es que llega, soñamos, como Jeremías, con el “brote” de almendro (mejor traducirlo así). No es la vara de los curas. Es la promesa de que algún día se irá el frío, volverá el calor y la quemazón que nace de dentro. Las chicas se quitarán casi toda la ropa para pasearse bajo el sol, bajo la mirada escrutadora del que todo lo sabe, del que todo lo ve. El Centinela. 




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